Estimado lector,
En un país en donde la Fanfarria de los
guardias pretorianos de la
Patria se presta a las provocaciones futboleras en el mismísimo
día en que la República
festeja un nuevo aniversario sólo la decadencia es posible. En estas últimas
semanas asistimos, una vez más, a la propagación de ese nacionalismo futbolero
que saca lo peor de la gente. En rigor, no es que el nacionalismo futbolero
saque lo peor de la gente, es que la peor gente sale a la luz a medida que se
instala el nacionalismo futbolero.
Que se entienda: yo no estoy en
contra del deporte. Al contrario, he sido siempre tanto un practicante como un
promotor del deporte. Pero hay deportes y deportes. En algunos de ellos, los
atletas se imponen, en otros, en cambio, los atletas son precisamente los que
menos consiguen. El fútbol, como es obvio, es un deporte de éste último tipo.
¿O de qué otro modo se explica el éxito que alguna vez supo cosechar ese
muchacho semianalfabeto y drogadicto de Diego Maradona?
La última Copa del Mundo de
Fútbol Asociado exacerbó el nacionalismo futbolero, el cual, como era lógico,
derrapó ocasionando una violencia innecesaria en Buenos Aires y otras ciudades
argentinas. Si se vende la ilusión de que Argentina es el mejor país del mundo
y nos damos de bruces contra la realidad, ¿acaso no es una razón válida para
indignarse?
Ciertamente podría alguien
sostener que resulta antiargentino empañar la celebración de la mediocridad de
un subcampeonato destruyendo un pedazo de la República. Pero
creo yo que es más antiargentino renunciar a la gloria total, la que nos
merecemos desde 1816 por lo menos. Esos originarios –esos “incluidos” del
sistema por “mamá” Cristina–, al destrozar las calles enajenados por la droga y
la decepción, están reaccionando visceralmente como argentinos. Aunque muerdan
a la mano que les da de comer, se ve que a sus almas las tocó el espíritu de la
argentinidad. Por ello destruyen. Con sus cabellos quiscudos y sus pieles
bronceadas en ausencia del sol, con su salvajía y su barbarie, repudian a la
mentira de los relatos. Instintivamente (porque no pueden hacerlo de otro modo)
comprenden que, por más que Argentina esté para grandes cosas, son los pequeños
hombres del Plata quienes impiden que el triunfo nacional se materialice.
Por ello me enorgullece lo que
las niñas del seleccionado nacional de hockey sobre césped hicieron
recientemente. Obligadas a prostituir sus éxitos para alimentar unas
fabulaciones intolerables, renunciaron a vestir los colores del país. Esa es la
mejor manera de defender a la
Patria: no colaborar con el Ejército de Ocupación.
El enojo de estas muchachas en
flor se empezó a cultivar el año pasado, cuando el cleptócrata Aníbal Fernández
(el autoimpuesto mandamás del hockey federado argentino) negoció con el nefasto
José Alperovich la organización de un torneo internacional de su deporte en
Tucumán. Todo en aquel evento fue un desastre.
En primer lugar falló el
calendario: elegir una zona subtropical del hemisferio sur para competir en el
mes de noviembre es, simplemente, bananero. Las altas temperaturas afectaron a
las jugadoras, tanto a las argentinas como a las extranjeras, quienes hasta temieron
de morir insoladas. Después primó el encierro: si bien los saqueos llegarían
unos días después de concluido el torneo, a ninguno de los visitantes les
pareció demasiado agradable la imagen que presenta San Miguel de Tucumán por
fuera de las Cuatro Avenidas. Así, con la excusa de evitar el calor, la mayor
parte de las jugadoras de hockey se limitaron a permanecer en los hoteles,
haciendo esporádicas excursiones al exterior más con espíritu aventurero que
con auténtico interés turístico.
Finalmente el otro gran fracaso
de aquella oportunidad fue la infraestructura. Pese a que el Moloch había
destinado una suma descomunal para construir un estadio de escaso lujo, el
torneo comenzó con la obra aún sin haber sido concluida. Unos días antes, a
través de los diarios, se pidió la colaboración de voluntarios para que se
acercasen al lugar y aunque sea ayudasen a pintar, para que el impacto de la
improvisación quedase mínimamente mitigado.
Tras la traumática experiencia
tucumana, las jugadoras de hockey notaron que las estaban usando con fines nada
agradables y optaron por lo más digno: presentar sus renuncias. ¿Acaso nuestro
Gobernador y nuestra Presidente, más allá de sus apellidos, no pueden imitar
ese ejemplo de argentinidad y renunciar ellos también? ¿Les falta dignidad o es
que nunca la han tenido?
César Thames