Estimado lector,
No sé usted, pero yo siento
cierta congoja por la situación actual de la Universidad Nacional
de Tucumán. Resulta penoso ver lo que los docentes y estudiantes le hacen a diario
a la Casa de
Altos Estudios: unos –con la idea de que por parlotear en un aula merecen ganar
unos abultados salarios que les permitan igualar a las fortunas de los magnates
texanos– se resisten a trabajar, los otros –con la creencia de que merecen toda
clase de desproporcionados beneficios por sentarse a leer fotocopias– se
resisten a estudiar; ambos denigran al noble concepto de Universidad.
Cuando el ilustre Juan B. Terán
fundó a la Universidad
en 1914 no esperaba que terminara así. Si bien la universidad tucumana tuvo que
lidiar con la nefasta Reforma Universitaria a sólo unos pocos años de haber
sido oficialmente creada, se las arregló para prosperar en las décadas
siguientes. Luego, lo inevitable: la UNT terminó cayendo en el pozo ciego en el que se
encuentra la educación argentina. Desde entonces la Universidad no hace más
que dilapidar el prestigio que alguna vez supo tener. La mediocridad
intelectual es la regla elemental, la corrupción política es la meta común.
El Centenario de la noble institución
quedó notablemente manchado. Es tan triste el presente de la UNT que, de hecho, a lo largo
del año no hubo ningún tipo de iniciativa para celebrar aunque sea aparentando
grandeza. Todo lo que se hizo por recordar a Terán y compañía fue de una
tristeza propia de actos escolares en barrios marginales.
El mejor regalo que se podría
hacer la UNT hoy
en día es suspenderse, vaciarse, someterse a un proceso de evaluación y
plantearse la urgente reconstrucción de su identidad. Debería impulsar una
Segunda Reforma Universitaria, que tenga como propósito revertir los calamitosos
“progresos” de la Primera. De
ese modo el viaje a la decadencia podría ser reemplazado, por fin, con el
ascenso a los cielos.
César Thames
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