miércoles, 10 de julio de 2013

Un día de cumbia

Estimado lector,

Después de una larga ausencia, me encuentro ya en Tucumán. Hace quince días, por motivos laborales, tuve que viajar a Buenos Aires para permanecer una semana allá, pero por motivos de salud tuve que quedarme en la Capital nacional por otros siete días más. No miento: la salud que tuve que resguardar fue mi salud mental, ya que, desde hace algunos años, en el noveno día del mes de julio la ciudad de San Miguel de Tucumán y Nueva Tierra de Promisión corre el riesgo de sufrir de un aluvión zoológico, por lo que conviene estar lo más lejos posible de sus calles para no padecer un soponcio.

Como descendiente del sacerdote José Ignacio Thames, se supone que yo debería ser un invitado a los actos oficiales para conmemorar la Declaración de Independencia de nuestra nación. Sin embargo ello no sucede. De todos modos, aún si me invitasen, me abstendría de ir, ya que encuentro ofensivo que a un acto solemnemente heroico lo conviertan en un espectáculo de escandalosa chabacanería.

Este año los diarios me confirman que todos mis prejuicios en torno al 9 de julio eran, en realidad, premoniciones. Sabía yo de antemano que Monseñor Alfredo Zecca, un vomitado por Dios, aún desde su tibieza iba a utilizar el púlpito catedralicio para hablar de la importancia de la división de poderes para que exista la República, de los males que genera la pobreza y de la necesidad del diálogo político para conseguir el consenso social. Zecca, para ajustar su discurso a su audiencia, bien podría haber hablado sobre el Infierno al que están condenados los que eligen el vicio en lugar de la virtud y los que niegan la regencia de Cristo para llevar a cabo la obra del Maligno, pero no se puede esperar demasiado de los clérigos del presente.   

Sin embargo la homilía de Monseñor Zecca fue un detalle insignificante de la fiesta patria de este año. En las calles aledañas a la Iglesia Catedral, la originiada, como yo ya lo había previsto, empujada por unos cuantos avivados copó los espacios para que los ciudadanos que tenían la intención de manifestarse ante las autoridades no pudieran hacerlo. Querían imponer el clima festivo, como si aquel cuyos derechos se ven vulnerados estuviese desautorizado de antemano de peticionar ante los funcionarios públicos en un día feriado. 

Lo que si me sorprendió fue lo que hizo la policía provincial: ésta –pese a que Cristina Kirchner ya había optado por no introducir su ofídico rostro en el templo católico– se negó a objetar la orden de “borrar” por unas horas a los que pretendían acercarse a la Plaza Independencia con el fin de informarle a la ausente Presidente sobre la atroz impunidad que gozan quienes les hicieron daño a sus familias, y terminaron manchando sus uniformes por hacer lo que un tirano les mandó que hagan. 

Así fue que Dardo Caeciccio, el padre una beba que el año pasado falleció debido a que el gobierno de Alperovich no quiso habilitarles el avión sanitario de la provincia, denunció que un grupo de oficiales lo interceptaron en una esquina y lo retuvieron en el interior de una patrulla por varias horas. Lo que se dice vulgarmente “un apriete”.

Alberto Lebbos, por su parte, no sólo no pudo pasar el cerco personal que le montó la policía, sino que además recibió un golpe de gas pimienta sobre sus ojos. Para colmo el padre de Paulina, la María Soledad Morales tucumana, fue denunciado por la propia policía de avanzar rodeado de una agrupación de ultraizquierda que iba munida de palos y piedras. Si los policías se referían a los fantoches del Partido Obrero, queda en evidencia que mienten: esa banda de trabajofóbicos está compuesta en Tucumán por gente que si agarra algo parecido a una pala entran en coma, por lo que es obvio que jamás llevarían un pedazo de madera entre sus manos.  

En el Hipódromo se desarrolló el resto de la afrenta en contra de los Padres Fundadores de la patria. Allí los neoimberbes de La Cámpora, La Alperovich y otras pymes similares degustaron carnes asadas, consumieron bebidas espirituosas y fumaron cannabis paraguayo, mientras repartían gorras y remeras a los originarios que los viejos punteros del Partido Justicialista habían acarreado desde los arrabales cercanos y no tan cercanos. Fue una verdadera guerra de obsecuencia que, gracias a la importante suma de dinero público dilapidada, enfrentó abiertamente a Domingo Amaya, Osvaldo Jaldo, los intendentes del interior provincial y los clanes hebreos que pretenden apropiarse para su beneficio personal de la estructura partidaria que más elecciones ha ganado en los últimos tiempos. La gente del matón y empresario bonaerense Luís D’Elía se ubicó con una caterva de negros (y me refiero a auténticos africanos) justo detrás de Sara Alperovich, la dentista devenida piquetera que pretende, supongo, conseguirse fueros en 2015 para no terminar como millones de argentinos esperamos que terminen los de su familia.

El discurso de Cristina Kirchner merece un extenso comentario que me niego rotundamente a realizar por el bien de mi mente. Destacaré, eso si, lo que ya sabía que iba a mencionar: esta vez la señora no dijo que ella siempre fantaseó con ser una “arquitecta egipcia”, o sea no dio a entender que tiene vínculos con la masonería, pero si habló del Nuevo Orden Mundial en el cual Argentina, al parecer, tiene un lugar asegurado como satélite de China. Más allá de eso, Cristina Kirchner, como bien lo anticipé, también elogió la presencia de Susana Trimarco, cuya hija desaparecida, según se deduce de la actitud del gobierno, tiene más valor que la hija asesinada de Alberto Lebbos.   

Para concluir este texto me quedo con el escalofriante recuerdo de la Desquiciada intentando bailar cual cumbia nada más y nada menos que al mismísimo Himno Nacional ante la mirada incómoda de quienes estaban a su lado, que no sabían si prestarse al ridículo o huir hacia alguna madriguera para refugiarse. Una perfecta metáfora de la situación actual.  


César Thames

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