Estimado lector,
Después
de una larga ausencia, me encuentro ya en Tucumán. Hace quince días, por
motivos laborales, tuve que viajar a Buenos Aires para permanecer una semana
allá, pero por motivos de salud tuve que quedarme en la Capital nacional por otros
siete días más. No miento: la salud que tuve que resguardar fue mi salud
mental, ya que, desde hace algunos años, en el noveno día del mes de julio la
ciudad de San Miguel de Tucumán y Nueva Tierra de Promisión corre el riesgo de
sufrir de un aluvión zoológico, por lo que conviene estar lo más lejos posible
de sus calles para no padecer un soponcio.
Como
descendiente del sacerdote José Ignacio Thames, se supone que yo debería ser un
invitado a los actos oficiales para conmemorar la Declaración de
Independencia de nuestra nación. Sin embargo ello no sucede. De todos modos,
aún si me invitasen, me abstendría de ir, ya que encuentro ofensivo que a un
acto solemnemente heroico lo conviertan en un espectáculo de escandalosa
chabacanería.
Este
año los diarios me confirman que todos mis prejuicios en torno al 9 de julio
eran, en realidad, premoniciones. Sabía yo de antemano que Monseñor Alfredo
Zecca, un vomitado por Dios, aún desde su tibieza iba a utilizar el púlpito catedralicio
para hablar de la importancia de la división de poderes para que exista la República , de los males que
genera la pobreza y de la necesidad del diálogo político para conseguir el
consenso social. Zecca, para ajustar su discurso a su audiencia, bien podría
haber hablado sobre el Infierno al que están condenados los que eligen el vicio
en lugar de la virtud y los que niegan la regencia de Cristo para llevar a cabo
la obra del Maligno, pero no se puede esperar demasiado de los clérigos del
presente.
Sin
embargo la homilía de Monseñor Zecca fue un detalle insignificante de la fiesta patria de este año. En las calles aledañas a la Iglesia Catedral , la originiada,
como yo ya lo había previsto, empujada por unos cuantos avivados copó los espacios para que los ciudadanos que
tenían la intención de manifestarse ante las autoridades no pudieran hacerlo. Querían imponer el clima festivo, como si aquel cuyos derechos se ven vulnerados estuviese desautorizado de antemano de peticionar ante los funcionarios públicos en un día feriado.
Lo
que si me sorprendió fue lo que hizo la policía provincial: ésta –pese a que
Cristina Kirchner ya había optado por no introducir su ofídico rostro en el
templo católico– se negó a objetar la orden de “borrar” por unas horas a los
que pretendían acercarse a la Plaza
Independencia con el fin de informarle a la ausente Presidente
sobre la atroz impunidad que gozan quienes les hicieron daño a sus familias, y
terminaron manchando sus uniformes por hacer lo que un tirano les mandó que
hagan.
Así
fue que Dardo Caeciccio, el padre una beba que el año pasado falleció debido a
que el gobierno de Alperovich no quiso habilitarles el avión sanitario de la
provincia, denunció que un grupo de oficiales lo interceptaron en una esquina y
lo retuvieron en el interior de una patrulla por varias horas. Lo que se dice vulgarmente
“un apriete”.
Alberto
Lebbos, por su parte, no sólo no pudo pasar el cerco personal que le montó la
policía, sino que además recibió un golpe de gas pimienta sobre sus ojos. Para
colmo el padre de Paulina, la
María Soledad Morales tucumana, fue denunciado por la propia
policía de avanzar rodeado de una agrupación de ultraizquierda que iba munida
de palos y piedras. Si los policías se referían a los fantoches del Partido
Obrero, queda en evidencia que mienten: esa banda de trabajofóbicos está
compuesta en Tucumán por gente que si agarra algo parecido a una pala entran en
coma, por lo que es obvio que jamás llevarían un pedazo de madera entre sus
manos.
En
el Hipódromo se desarrolló el resto de la afrenta en contra de los Padres
Fundadores de la patria. Allí los neoimberbes de La Cámpora , La Alperovich y otras
pymes similares degustaron carnes asadas, consumieron bebidas espirituosas y fumaron
cannabis paraguayo, mientras repartían gorras y remeras a los originarios que
los viejos punteros del Partido Justicialista habían acarreado desde los
arrabales cercanos y no tan cercanos. Fue una verdadera guerra de obsecuencia que,
gracias a la importante suma de dinero público dilapidada, enfrentó abiertamente
a Domingo Amaya, Osvaldo Jaldo, los intendentes del interior provincial y los
clanes hebreos que pretenden apropiarse para su beneficio personal de la estructura partidaria que más
elecciones ha ganado en los últimos tiempos. La gente del matón y empresario bonaerense Luís D’Elía se ubicó con una caterva de negros (y me refiero a auténticos
africanos) justo detrás de Sara Alperovich, la dentista devenida piquetera que
pretende, supongo, conseguirse fueros en 2015 para no terminar como millones de
argentinos esperamos que terminen los de su familia.
El
discurso de Cristina Kirchner merece un extenso comentario que me niego
rotundamente a realizar por el bien de mi mente. Destacaré, eso si, lo que ya sabía que iba a
mencionar: esta vez la señora no dijo que ella siempre fantaseó con ser una
“arquitecta egipcia”, o sea no dio a entender que tiene vínculos con la
masonería, pero si habló del Nuevo Orden Mundial en el cual Argentina, al
parecer, tiene un lugar asegurado como satélite de China. Más allá de eso,
Cristina Kirchner, como bien lo anticipé, también elogió la presencia de Susana
Trimarco, cuya hija desaparecida, según se deduce de la actitud del gobierno,
tiene más valor que la hija asesinada de Alberto Lebbos.
Para
concluir este texto me quedo con el escalofriante recuerdo de la Desquiciada intentando
bailar cual cumbia nada más y nada menos que al mismísimo Himno Nacional ante
la mirada incómoda de quienes estaban a su lado, que no sabían si prestarse al
ridículo o huir hacia alguna madriguera para refugiarse. Una perfecta metáfora
de la situación actual.
César Thames
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