Apreciado lector,
Usted, como yo, seguramente lo
dijo: “¡otra vez esta energúmena!”. Fiel a su estilo, Beatriz Rojkés de
Alperovich no se privó de acusar a una víctima del inmundo delito de ser
víctima. “¡Cómo osan estos obscuros cuestionar a quienes los salvan de la
miseria a la que ellos mismos se condenaron!”, pensó la Senadora. Y , acto seguido,
arremetió contra uno de esos hijos de la tierra a los que el agua les arrasó la
vida.
Que no se interprete de modo
errado: las personas pueden manifestar su desprecio ante ese pueblo que, con
tal de tener el estómago caliente, son capaces de vender hasta a sus propios
hijos, pues ello es siempre más fácil que trabajar de sol a sombra. Ciertamente
pensar de ese modo resulta impopular por estos días, pero, le pese a quien le
pese, es un modo legítimo de opinión. Sin embargo lo que resulta despreciable
es la hipocresía: afirmar que se trabaja para el bienestar de esos personajes cuando
se los maltrata verbalmente de un modo tan explícito como hizo la mujer del Zar
es vomitivo. ¿Se imaginan que repugnante sería ver a una Hermana de la Misericordia que insulta
a un leproso por gemir adolorido mientras ella le limpia sus llagas? ¿O cuan
chocante sería enterarse de que hay un pastor que sólo se acerca a su rebaño
para azotar a las ovejas? ¿O que una persona elige como oficio el servir a los
demás y cuando le toca actuar se comporta como si les estuviese haciendo un
favor que nadie más puede hacer?
Beatriz Rojkés de Alperovich no
tiene vocación de servicio y mucho menos espíritu de caridad. Su destino era su
cocina, su jardín, su sala de estar, el interior de su mansión y, claro, la
sinagoga. Pero la democracia la puso donde está. Y, pese a que son cientos de
miles ya los que le demandan que renuncie a su cargo, ella se resiste a
hacerlo. Entonces asegura que cada vez que abre la boca y expulsa hacia el
mundo el putrefacto producto de un cerebro maltratado por los berberajes, las píldoras
y la ansiedad hay una conspiración detrás para arruinar su imagen.
En alguna ocasión la mujercita
dijo usando un tono de lamento que no había vacuna contra la Iglesia Católica.
Con el mismo tono digo yo que no hay vacuna contra la bettyanidad. Si en efecto
la hubiera qué fácil sería aplicarles a todos esos votantes una dosis de la
poción por vía inyectable, para que sus niveles de dignidad y autorespeto se
incrementen al punto tal de que les nazca negarles el apoyo a estos corruptos
de pacotilla que tanto asco les tienen. Pero mientras existan unos, existirán
los otros, y mientras haya democracia, los esclavos se entregarán felices a sus
viles amos, del mismo modo en que las chozas y los ranchos se entregan con
pasividad a la furia de la naturaleza.
César Thames