viernes, 2 de agosto de 2013

A propósito de los hermanos Bussi

Los hijos de Antonio Domingo Bussi han dilapidado el capital político que heredaron de su padre. Ello no ocurrió solamente por el agravio progresivo que sufrió la figura del General desde que le fuese usurpada la intendencia capitalina en 2003, sino también porque ninguno de los dos hermanos pudieron articular un discurso político que sedujese a sectores específicos de los votantes tucumanos.

Tanto Ricardo como José Luís Bussi trataron en estos últimos diez años de jugar como políticos convencionales. Sin embargo los momentos en los que han conseguido mayor adhesión popular están vinculados a los episodios en los que han actuado como políticos radicalizados. Es que los hermanos Bussi pueden hacer algo que a casi todos los demás políticos de hoy en día les está vedado: vindicar el Proceso de Reorganización Nacional.

Aquel famoso periodo de la historia reciente de la Argentina no fue ni excepcionalmente bueno ni fue tampoco excepcionalmente malo. En materia económica, el Proceso de Reorganización Nacional logró estabilizar al país tras el Rodrigazo, pero no tardó en desbarrancarse culpa de los banqueros codiciosos. En materia política, sucedió algo similar: se logró ponerle fin a un gobierno peronista impopularizado, pero no se avanzó en la creación de una propuesta política novedosa. Culturalmente, el Proceso de Reorganización Nacional consiguió insuflarle a la gente cierto sentimiento patriótico colectivo, al que la derrota en la Guerra de Malvinas, empero, finalmente devaluó. Y desde el punto de vista social, entre 1976 y 1983, pese a toda la obra pública ejecutada, no se produjeron grandes avances en el desarrollo humano, ni tampoco hubo un duro golpe en contra del bienestar general.

¿Entonces que es lo vindicable del Proceso de Reorganización Nacional? Su simbolismo. En efecto, durante la década de 1980, pasado el Juicio a las Juntas, los procesistas eran vistos por la gente de todo el país como la alternativa “productiva” ante un radicalismo marxistoide que imponía el divorcio y otras aberraciones y un peronismo huelguista que buscaba desalojar a la UCR y volver a algo parecido al periodo isabelista; después, en los años del menemato, juiciosamente se les levantó la proscripción a todos y se les permitió a los procesistas asimilarse a la fauna política argentina, poniéndose así en evidencia que ninguno de ellos era realmente un proyecto superador; sin embargo fue la década de 2000 la que vio al procesismo diabolizarse paulatinamente hasta devenir la encarnación del mal absoluto en el imaginario hegemónico contemporáneo.

En la actualidad el Proceso de Reorganización Nacional –o la “Dictadura”, como vulgarmente se lo llama– es una grotesca ficción basada en hechos reales e irreales, cuyo público son ante todo los niños. Ciertamente, quien vivió esa época sabe lo que ocurrió y recuerda cómo era el clima cotidiano, por lo que difícilmente al ver la caricatura de un militar con ojos rojos y cuernos en la pantalla de Paka Paka esa persona sienta algo más que vergüenza ajena, ¿pero que hay de los más jóvenes? A ellos les están imponiendo una patente mentira que ni el propio kirchnerismo puede sostener. El caso de César Milani es la prueba: cuando Estela de Carlotto declara públicamente que lo que la Conadep hizo hace casi 30 años atrás no es enteramente acertado, ella misma está reintroduciéndole realidad a algo a lo que se la habían extirpado por conveniencia. Es decir una cosa es que Alicia Kirchner guarde un sepulcral silencio sobre su trabajo como funcionaria procesista, pero otra cosa completamente distinta es que a un acusado ya no de colaborar sino de haber cometido crímenes de lesa humanidad se lo intente defender a capa y espada. El gesto cicatrizante de Néstor Kirchner de bajar el cuadro del General Jorge Rafael Videla de una pared del Colegio Militar queda anulado con este gesto comezonante de Cristina Kirchner de colocar el cuadro de César Milani en el mismo lugar.

En este escenario los hermanos Bussi, inevitablemente ligados al Proceso de Reorganización Nacional por portación de apellido y por apego espiritual a su padre, persisten en su estrategia de desligarse de la ficción que el pensamiento hegemónico construyó, por lo que son percibidos por la gran mayoría como ellos mismos se presentan: dos ciudadanos argentinos más, indignados por la inflación que castiga los bolsillos, la inseguridad que somete a los honestos y la impunidad de la que gozan los corruptos. Pero cuando Ricardo Bussi chicanea a Milani, o cuando José Luís Bussi pide la creación de un ferrocarril subterráneo que colabore con la huída de los perseguidos por la venganza montonera, estos hombres se recortan del fondo.

La posibilidad del resurgimiento del bussismo se encuentra en un camino que los Bussi se han negado a transitar: atreverse a jugar políticamente a la política. Si los hermanos aspiraran a ser algo más que dos meros burócratas, podrían llegar a conseguir algo de la mística que no heredaron de su padre. Pero no lo hacen. En lugar de estar encabezando una (necesaria) guerra contra el Inadi, en lugar de estar nalgueando a los neoimberbes de La Cámpora, en lugar de estar custodiando que no se tergiverse la memoria de los heroicos participantes del Operativo Independencia, en lugar de estar a la par de los familiares de los procesados en la Megacausa, Ricardo y José Luís Bussi se dedican a sobrevivir vaya uno a saber exactamente cómo en un ambiente que ya los ha expulsado, pero no por ser quienes son, sino justamente por negarse a ello.    

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