Los hijos de Antonio Domingo
Bussi han dilapidado el capital político que heredaron de su padre. Ello no ocurrió
solamente por el agravio progresivo que sufrió la figura del General desde que
le fuese usurpada la intendencia capitalina en 2003, sino también porque
ninguno de los dos hermanos pudieron articular un discurso político que
sedujese a sectores específicos de los votantes tucumanos.
Tanto Ricardo como José Luís
Bussi trataron en estos últimos diez años de jugar como políticos
convencionales. Sin embargo los momentos en los que han conseguido mayor
adhesión popular están vinculados a los episodios en los que han actuado como
políticos radicalizados. Es que los hermanos Bussi pueden hacer algo que a casi
todos los demás políticos de hoy en día les está vedado: vindicar el Proceso de
Reorganización Nacional.
Aquel famoso periodo de la
historia reciente de la
Argentina no fue ni excepcionalmente bueno ni fue tampoco excepcionalmente
malo. En materia económica, el Proceso de Reorganización Nacional logró
estabilizar al país tras el Rodrigazo, pero no tardó en desbarrancarse culpa de
los banqueros codiciosos. En materia política, sucedió algo similar: se logró
ponerle fin a un gobierno peronista impopularizado, pero no se avanzó en la
creación de una propuesta política novedosa. Culturalmente, el Proceso de
Reorganización Nacional consiguió insuflarle a la gente cierto sentimiento
patriótico colectivo, al que la derrota en la Guerra de Malvinas, empero, finalmente devaluó. Y
desde el punto de vista social, entre 1976 y 1983, pese a toda la obra pública
ejecutada, no se produjeron grandes avances en el desarrollo humano, ni tampoco
hubo un duro golpe en contra del bienestar general.
¿Entonces que es lo vindicable
del Proceso de Reorganización Nacional? Su simbolismo. En efecto, durante la
década de 1980, pasado el Juicio a las Juntas, los procesistas eran vistos por
la gente de todo el país como la alternativa “productiva” ante un radicalismo
marxistoide que imponía el divorcio y otras aberraciones y un peronismo
huelguista que buscaba desalojar a la
UCR y volver a algo parecido al periodo isabelista; después,
en los años del menemato, juiciosamente se les levantó la proscripción a todos
y se les permitió a los procesistas asimilarse a la fauna política argentina,
poniéndose así en evidencia que ninguno de ellos era realmente un proyecto
superador; sin embargo fue la década de 2000 la que vio al procesismo
diabolizarse paulatinamente hasta devenir la encarnación del mal absoluto en el
imaginario hegemónico contemporáneo.
En la actualidad el Proceso de
Reorganización Nacional –o la “Dictadura”, como vulgarmente se lo llama– es una
grotesca ficción basada en hechos reales e irreales, cuyo público son ante todo
los niños. Ciertamente, quien vivió esa época sabe lo que ocurrió y recuerda
cómo era el clima cotidiano, por lo que difícilmente al ver la caricatura de un
militar con ojos rojos y cuernos en la pantalla de Paka Paka esa persona sienta
algo más que vergüenza ajena, ¿pero que hay de los más jóvenes? A ellos les
están imponiendo una patente mentira que ni el propio kirchnerismo puede
sostener. El caso de César Milani es la prueba: cuando Estela de Carlotto
declara públicamente que lo que la
Conadep hizo hace casi 30 años atrás no es enteramente
acertado, ella misma está reintroduciéndole realidad a algo a lo que se la habían
extirpado por conveniencia. Es decir una cosa es que Alicia Kirchner guarde un
sepulcral silencio sobre su trabajo como funcionaria procesista, pero otra cosa
completamente distinta es que a un acusado ya no de colaborar sino de haber
cometido crímenes de lesa humanidad se lo intente defender a capa y espada. El
gesto cicatrizante de Néstor Kirchner de bajar el cuadro del General Jorge
Rafael Videla de una pared del Colegio Militar queda anulado con este gesto comezonante
de Cristina Kirchner de colocar el cuadro de César Milani en el mismo lugar.
En este escenario los hermanos
Bussi, inevitablemente ligados al Proceso de Reorganización Nacional por
portación de apellido y por apego espiritual a su padre, persisten en su
estrategia de desligarse de la ficción que el pensamiento hegemónico construyó,
por lo que son percibidos por la gran mayoría como ellos mismos se presentan: dos
ciudadanos argentinos más, indignados por la inflación que castiga los
bolsillos, la inseguridad que somete a los honestos y la impunidad de la que
gozan los corruptos. Pero cuando Ricardo Bussi chicanea a Milani, o cuando José
Luís Bussi pide la creación de un ferrocarril subterráneo que colabore con la
huída de los perseguidos por la venganza montonera, estos hombres se recortan
del fondo.
La posibilidad del resurgimiento
del bussismo se encuentra en un camino que los Bussi se han negado a transitar:
atreverse a jugar políticamente a la política. Si los hermanos aspiraran a ser
algo más que dos meros burócratas, podrían llegar a conseguir algo de la
mística que no heredaron de su padre. Pero no lo hacen. En lugar de estar
encabezando una (necesaria) guerra contra el Inadi, en lugar de estar
nalgueando a los neoimberbes de La
Cámpora , en lugar de estar custodiando que no se tergiverse
la memoria de los heroicos participantes del Operativo Independencia, en lugar
de estar a la par de los familiares de los procesados en la Megacausa , Ricardo y
José Luís Bussi se dedican a sobrevivir vaya uno a saber exactamente cómo en un
ambiente que ya los ha expulsado, pero no por ser quienes son, sino justamente
por negarse a ello.
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