sábado, 15 de junio de 2013

El precio de decir la verdad

Estimado lector,

Escribo estas líneas pasmado ante el nuevo intento del clan Alperovich de instaurar la impunidad como ley en nuestro Tucumán (seguramente no hace falta que aclare que me refiero al insólito juicio por injurias que Beatriz Rojkés está llevando a cabo en estos días en contra de una ciudadana indignada que, en un café en Yerba Buena, le dijo que era “una ladrona”). El problema, esta vez, no es que intentan amordazar a políticos, jueces o periodistas, sino que a quien apuntan es al hombre de a pie, al vecino que lee los diarios, al coterráneo que necesita munirse de una cacerola para recordarle a las autoridades que es él quien ejerce la soberanía en el país.

Aparentemente los circunstanciales gobernantes de Tucumán pretenden atemorizar a aquellos que ejercen la parresía. Y lo peor de todo es que no tienen miedo al ridículo: al pedir un cuarto de millón de pesos como resarcimiento, Beatriz Rojkés le está poniendo precio a su honor, que es más o menos lo mismo que ponerse precio a uno mismo, como hacen los sicarios y las prostitutas. El honor no tiene precio, por lo que lo que le correspondía pedir a la esposa del aspirante a Zar es una disculpa pública. Sin embargo, con obscena altanería, la impresentable “Betty” busca la humillación de una mujer a través de la más patética venganza.

Los Alperovich son tan usurócratas que suponen que dándole un golpe ejemplar al bolsillo de una tucumana nadie más se atreverá a enfrentarlos. Ello explica perfectamente por qué la Senadora “de los humildes” el año pasado trató tan horrendamente de “borrachos” a los familiares de una nena que fue ultrajada y asesinada: una persona sin dinero –según su visión retorcida de la vida– es lo más detestable y repugnante que puede existir, no tiene derechos, ni dignidad, ni voz. Pero, claro, para ellos si tiene voto, un voto al que, por supuesto, se lo puede comprar. 


César Thames 

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